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Esta idealización surge de nuestras propias expectativas, de las fantasías que creamos en nuestro interior y de la presión de cumplir ciertos ideales románticos que la sociedad nos impone.
«Cuando idealizamos a alguien, proyectamos en esa persona una imagen que se ajusta a nuestros anhelos y necesidades, ignorando o minimizando sus imperfecciones».
En el proceso, no estamos amando a la persona en su totalidad, sino la versión idealizada que hemos construido. Esta situación puede ser tentadora en las primeras etapas de una relación, cuando la emoción y el deseo de conexión nos hacen ver todo de forma color de rosa.
Sin embargo, a medida que el tiempo avanza, la brecha entre la imagen proyectada y la realidad se hace más evidente, generando desilusiones y, en algunos casos, conflictos que erosionan la confianza y el respeto mutuo.
Amar de verdad implica aceptar tanto las virtudes como las limitaciones del otro.
Se trata de aprender a ver a la persona con claridad, sin adornos, y a valorar la autenticidad de su ser. Es en esa aceptación donde reside el verdadero amor: en la capacidad de amar a alguien por lo que es, sin intentar cambiarle ni forzarle a encajar en un molde que idealizamos.
Cuando dejamos de proyectar y empezamos a ver, podemos construir relaciones basadas en el respeto y la reciprocidad, donde ambos crecen y se transforman juntos.
La idealización del amor, por muy natural que pueda parecer en un primer encuentro, se vuelve problemática cuando se utiliza como escudo para evitar confrontar nuestros propios miedos y carencias.
Al idealizar, nos aferramos a la ilusión de que el amor perfecto puede resolver todos nuestros problemas, sin darnos cuenta de que, en realidad, el amor auténtico exige esfuerzo, comprensión y, sobre todo, la disposición de ver al otro tal como es.
«Solo cuando somos capaces de ver y aceptar la totalidad del ser amado –con sus luces y sombras– podemos dar y recibir un amor que realmente nutra nuestro bienestar».
Para transformar esta idealización en amor real, es fundamental cultivar el autoconocimiento. Cuanto mejor nos entendamos a nosotros mismos, más claros serán nuestros valores, nuestras expectativas y lo que verdaderamente necesitamos en una relación.
Esa claridad nos permite discernir entre lo que queremos proyectar y lo que realmente somos, y nos da la valentía de amar sin máscaras.
De esa manera, podemos liberarnos de las expectativas irreales que a menudo generan conflictos y desilusiones, y empezar a construir vínculos que sean sostenibles y enriquecedores.
Al final, el amor no se trata de llenar un ideal inalcanzable, sino de encontrar la belleza en la imperfección, de abrazar la autenticidad del otro y de crecer juntos en el camino.
Cuando dejamos de idealizar y comenzamos a ver con honestidad, descubrimos que el verdadero amor se basa en la conexión genuina, en el apoyo mutuo y en la aceptación profunda de que cada persona es única.
Ese amor, que se construye día a día con empatía y compromiso, es el que nos permite vivir en plenitud y en sintonía con quienes somos realmente.
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