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Esa frase se ha vuelto casi un dogma. Y es cierto: hay algo en nosotros, un instinto natural y amoroso, que nos empuja a proteger, a suavizar el camino, a evitarles el dolor. Pero en ese intento —muchas veces desesperado— por blindarlos de todo lo que pueda lastimarlos, olvidamos una verdad esencial: vivir duele.
No existe una persona que no tenga heridas. No existe una infancia completamente libre de traumas, frustraciones o pérdidas.
«Porque crecer, experimentar, vincularse, equivocarse… todo eso forma parte de la vida. Y la vida, por naturaleza, es compleja».
A veces confundimos trauma con tragedia, y no siempre es así. El trauma no es solo lo grande o lo extremo. Muchas veces se gesta en lo pequeño: una sensación de no haber sido visto, una experiencia de desconexión emocional, una pérdida no hablada. Lo que para nosotros puede parecer mínimo, para un niño puede ser inmenso.
Entonces, como adultos responsables, debemos amigarnos con esta idea difícil pero liberadora: no podemos evitar que nuestros hijos sufran.
No se trata de resignarse, ni de abandonar el deseo de darles lo mejor. Se trata de comprender que su dolor no es sinónimo de nuestro fracaso. Que no es posible —ni deseable— criarlos en una burbuja donde nada los toque, los frustre, los confronte o los haga dudar. Porque si no los exponemos nunca al dolor, tampoco los estamos preparando para la vida.
El mundo, además, no es solo lo que ocurre afuera. Es también cómo lo percibimos. Cómo lo interpretamos. Dos niños pueden atravesar la misma situación y sentirse completamente distintos. Porque cada uno lee el mundo desde su historia, su temperamento, su sensibilidad. Y eso no se puede controlar, solo acompañar.
Lo que sí podemos ofrecerles —y eso marca una diferencia enorme— es una base segura desde donde aprender a vivir con lo que les duele. Un lugar donde ser escuchados, sostenidos, validados. Un vínculo donde sepan que pueden venir con sus lágrimas, sus enojos, sus preguntas, sin miedo a ser juzgados, corregidos o ignorados.
Educar emocionalmente no es evitar el sufrimiento.
Es enseñar que se puede transitar. Que los sentimientos incómodos no son enemigos. Que tener miedo, enojo, angustia o tristeza no los hace débiles. Que el dolor no los define, pero sí puede enseñarles algo valioso si están acompañados en el proceso.
Esto, además, nos interpela como adultos: ¿cómo nos llevamos nosotros con nuestro propio dolor?
Porque muchas veces intentamos que nuestros hijos no sufran, no por ellos, sino porque su sufrimiento nos confronta con nuestras propias heridas no resueltas. Nos angustia porque nos recuerda algo que aún no pudimos mirar en nosotros.
Entonces, este camino también implica sanar mientras acompañamos. Y eso no significa ser perfectos. Significa ser presentes. Coherentes. Dispuestos a pedir perdón cuando erramos. A mirar nuestras propias sombras para no proyectarlas sobre sus historias.
Tu hijo va a sufrir. Va a frustrarse, decepcionarse, tener el corazón roto, sentirse solo a veces. Y lo va a superar, si tiene a su lado un adulto que no lo quiere salvar de todo, sino que está dispuesto a sostener su proceso.
Porque no se trata de eliminar todo dolor. Se trata de construir juntos la capacidad de atravesarlo.
Equilibrio Mental Health, equilibrando emociones.
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